Cuando se habla de proyectos de desarrollo en el Perú —ya sean mineros, energéticos, viales o agrícolas—, uno de los mayores desafíos está en su relación con las comunidades locales. Durante años, las iniciativas que no consideraron el componente social enfrentaron resistencias, conflictos e incluso paralizaciones costosas. Allí es donde la gestión social se convierte en un puente fundamental.
La gestión social implica escuchar a los actores involucrados, promover el diálogo transparente y garantizar la participación ciudadana en las decisiones que los afectan. No se trata únicamente de “resolver conflictos” cuando ya estallaron, sino de prevenirlos a través de la construcción de confianza.
El gestor social desempeña un rol complejo: debe entender tanto el lenguaje técnico del proyecto como la cosmovisión y necesidades de la comunidad. Solo así puede traducir expectativas y generar acuerdos que sean viables para ambas partes. Esta labor requiere sensibilidad cultural, habilidades comunicativas y un compromiso ético con el desarrollo inclusivo.
Experiencias recientes en regiones como Cajamarca, Arequipa o Loreto muestran que los proyectos que incorporan la gestión social desde la fase de diseño logran mayor aceptación y sostenibilidad. Por ejemplo, programas de capacitación para mujeres en comunidades campesinas, fondos de desarrollo comunitario y espacios de consulta ciudadana han permitido reducir tensiones y alinear los beneficios del proyecto con las expectativas locales.
En un país con tanta diversidad cultural como el Perú, la gestión social no puede ser vista como un accesorio, sino como un componente central de cualquier iniciativa. Más aún, constituye una inversión en estabilidad y legitimidad. Sin confianza social, no hay proyecto sostenible.